Me gustan las ciudades porque nunca son lo suficientemente verticales, porque tienen diferentes perspectivas, dimensiones, historias y destinos, porque están llenas de rostros y de rastros ajenos, tan insignificantes como el mío, que me mitigan o me secundan en el trámite de existir. Las ciudades, al fin, son la trampa donde caen las civilizaciones…
Con el tiempo se me han ido desdibujando los perfiles de paisajes, de ciudades, de sentimientos, de cafés recién tomados y sólo van quedando siluetas cambiantes, difusas luces, nombres y sombras en tránsito con sabores mezclados y olores sin origen. Y así, extendiendo las fronteras del olvido como un imperio esplendoroso, todo uniformemente interminable, tengo mis versos como antídoto, como fiera de pasión encerrada, como animal de sangre rojamente oscura y oscuramente roja, tengo lo intemporal atrapado, esencial, destilado e hiriente.